lunes, 29 de marzo de 2010

Salud Estructural

Con las ácidas críticas de la columna anterior me debo haber ganado la antipatía de más de algún lector. No podemos dejar de decir, por vanidad o comodidad, la visión que tenemos de las cosas, menos aún cuando creemos que en ellas falta evangelio. Aún así me parece que hoy la perspectiva de la semana santa nos dispone a ver la realidad del terremoto en otra clave.
Celebramos en esta semana los misterios centrales de la vida de Jesús, nuestro Señor y amigo, nuestro hermano y redentor. Misterios que no son arcanos o palabras prohibidas, sino simplemente hechos de amor y verdad llevados al extremo de la entrega, y en los que nos renovamos. Jesús se entrega para ser torturado y muerto en la cruz, y en ese acto recoge el dolor y el pecado de toda la historia y lo ofrece al Padre. Su corazón inocente y puro solidariza con el nuestro que se encuentra herido por la culpa y el egoísmo. Este Jueves reviviremos su cena de amistad y entrega, su presencia que se queda con nosotros a través del pan eucarístico y del ministerio sacerdotal, que este año celebramos. Este Viernes reviviremos su muerte y nos uniremos a ella presentándole todo el dolor de estas semanas, la incomprensión por el sufrimiento de nuestro pueblo, la inquietud que hemos sentido por la destrucción que vemos por doquier, los pecados de nuestra historia pasada y reciente. Pero amaneceremos a la Resurrección, porque Jesús no permanece en la muerte sino que la vence porque el Padre acepta su entrega de amor. Queremos amanecer a la Pascua y ponernos de pie, resurrección es levantarse, y queremos que la esperanza de este Domingo nos inunde y sea una marea ruidosa de luz y calor que recorra nuestra tierra. Tenemos la oportunidad de celebrar este domingo una fiesta, la de Jesús, la de su invitación a ponernos de pie.

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